miércoles, 1 de marzo de 2017

Una carencia íntima, Juan José Millás

Qué vida. Aquí al lado, dos chalés más allá de éste que ahora ocupo yo con mi familia, viví hace treinta años una historia de amor irrepetible. Yo era un joven algo particular, pues la seguridad absoluta de que me haría rico –como así ha sido– en el momento en que me pusiera a ello me daba mucho más tiempo libre que al resto de mis compañeros o amigos, empeñados en labrarse un porvenir en general bastante agotador. De manera que entretenía mi ocio yendo de acá para allá y aprendiendo cosas –como jugar al billar o hacer cócteles– que ya de mayor me han resultado enormemente útiles.

El caso es que una de estas actividades con las que procuraba entretener mi ocio consistía en robar objetos en los grandes almacenes. Sujeta corbatas, gemelos,  broches, cinturones, bolígrafos, calcetines, libros, discos y, ocasionalmente, un par de zapatos, gozaban de mis preferencias frente a otros objetos más valiosos, pero de complicado acceso. En realidad lo que menos me interesaba de estas incursiones era el botín, que repartía generosamente entre mis amigos; yo me quedaba con la emoción de vulnerar la ley enfrentando mi limitado talento a un sistema 1 ponerse a: poderoso por cuyo interior la gente circulaba de un lado a otro, llena de paquetes, como las locas hormigas por el interior de sus galerías. Yo, sin embargo, circulaba por esos túneles, horadados por escaleras mecánicas y huecos de ascensor, ajeno a aquella lógica de intercambio que parecía consumir a hombres, mujeres y niños. La mirada de locura que les veía utilizar al inclinarse sobre un artículo, para valorar su condición y su precio, me parecía fuera de lugar y me costaba comprender que les gustasen las cosas que les gustaban; pero sobre todo, que pagaran por ellas el precio que pagaban. Argumentaba que si algo te atrae debes encontrar el camino menos arduo para conseguirlo. Claro que yo soy un poco especial, pues la verdad es que siempre he obtenido lo que me apetecía sin invertir en ello grandes esfuerzos. Esa facilidad innata ha provocado siempre entre los otros y yo un distanciamiento poco apto para la creación de un clima de comprensión mutua.

Recuerdo, por ejemplo, que siendo niño se pusieron de moda unas plumas estilográficas que tenían alguna característica especial. Pues bien, mis compañeros de clase ahorraron durante meses para llegar a comprarla; ignoro cómo no se les agotó el deseo en una espera tan larga. En cambio, yo me fui un sábado a unos grandes almacenes y la robé. Se podría pensar que con esta actitud mía se corren grandes riesgos. Pero no es cierto; en mi caso, al menos, puedo  horadar noches ni el modo en que tales sucesos llegaron a inscribirse en mi conciencia. Sí sé que en torno a ellos se han articulado todos los demás hechos de mi vida afectiva y que no ha habido un solo día desde entonces en el que no pensara en aquella mujer, cuya casa abandoné al regreso del marido insensible. En cualquier caso, la aventura transformó mi carácter, dotándolo de unos matices nostálgicos propios de aquellos seres que sufren una amputación íntima, una carencia, una separación que sólo la muerte es capaz de aliviar, siquiera parcialmente. Entre tanto he ganado el dinero preciso para comprar estos terrenos donde estaba su casa y donde pienso erigir una enorme escultura, tallada en piedra, que reproduzca lo más exactamente posible aquel armario.

Tal vez ella, si vive, reconozca el mensaje y comience, como yo, a anhelar la muerte.

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